(Publicado originalmente en la revista Quehacer, Nro.7, segunda época)
Las ciudades de Puno y Juliaca son los dos puntos de
gravitación política y económica de la región altiplánica del sur peruano.
Puno, más administrativo y turístico; Juliaca más comercial y poblado. Detrás
de estas dos ciudades tenemos a las capitales provinciales y distritales, con
menor población e impacto sobre el conjunto de la región. Pero, más allá de la
vida urbana encontramos a la densa, tradicional y vigorosa zona rural. Que con
el correr de los años ha ido reduciendo su peso demográfico, pero mantiene su
influencia sociocultural y económica.
La pandemia del Covid-19 evidenció dos modos diferentes de
enfrentar la emergencia. De un lado, las ciudades sometidas a una mayor
propagación del virus, la impericia de sus autoridades, la ausencia de plantas
de oxígeno medicinal, la limitada logística hospitalaria y muy pocas camas UCI.
Y del otro lado, las comunidades campesinas quechuas y aimaras que rápidamente
establecieron medidas para proteger su salud. Las organizaciones comunales en
muchos casos y especialmente en la zona aimara decidieron bloquear los accesos
vehiculares a sus territorios, mantener un férreo control de entrada y salida,
y limitar horarios de movilización. No cabe duda que las comunidades campesinas
de Puno demostraron una mayor organización y capacidad de reacción en
comparación con los indolentes movimientos de las autoridades urbanas de las
principales ciudades de la región. A lo que habría que agregar que hay otro
factor que favoreció y sigue favoreciendo la menor propagación del virus en las
comunidades rurales: la marcada distancia entre las viviendas familiares. El
conjunto de estas condiciones propiciaron que no pocos ciudadanos urbanos con
propiedades y vínculos con el sector rural decidieron trasladarse al campo.
“Hacer chacra” y entrar en contacto directo con la Madre Tierra, la Pachamama, terminó
siendo el acertado espacio y actividad de refugio.
Debe quedar claro que el benefactor mundo rural no estuvo
exento de la propagación del virus. Sin embargo, las condiciones propias de su
dinámica, geografía, organización y cultura permiten una mayor protección y
cuidado de su salud. Donde sí se siente el impacto es en las ciudades de Puno y
principalmente Juliaca. Pero ambas muestran diferencias. Puno es una ciudad con
una considerable población vinculada al sector público y turístico, por lo que pudo
mantener menores niveles de contagio. El caso de Juliaca es diferente, se trata
de una población que vive de la actividad comercial independiente y en muchos
casos informal, por tanto tiene un estilo de vida al día que no le permite
pausa y mucho menos la tranquilidad del encierro.
Otra escena intensa de la pandemia en el altiplano la
protagonizan los alumnos de los centros escolares y universidades. Aquí el
factor central fue la conectividad y calidad del servicio de
telecomunicaciones. El programa “Aprendo en casa” está diseñado para una realidad
urbana que goza de mejores servicios de comunicación. En el caso de Puno, las
empresas de telecomunicaciones se concentran en las ciudades, pues es un
mercado cerrado y de mayor control. La conectividad rural es débil, por lo que
la comunicación es intermitente y por tanto la labor educativa no cumple con
sus objetivos. Los escolares y universitarios rurales tienen que subir a los
cerros o a los puntos más altos de su comunidad para acceder a la señal de
telefonía. Y como es evidente no tienen las condiciones de comodidad para
desarrollar sus clases. Pero el asunto de la conectividad no solo ataca al
sector rural. En general el servicio de telecomunicaciones o internet es de
baja calidad, los planes pueden ser los mismos que se ofertan en Lima o a escala
nacional, pero los megas, las líneas, los equipos y las instalaciones
domiciliarias no son las mismas. Dicho de otro modo, una familia en Lima y otra
en Puno puede pagar el mismo monto por un plan, pero la calidad del servicio es
diferente.

(Foto: Arnold Jove & Wara Guerrero)
La pandemia ha puesto en evidencia las diferencias entre
peruanos, entre ciudades y en calidad de servicios que ofrece el Estado, los
privados y los profesionales. Así tenemos, por ejemplo, que una vez que el
gobierno dispuso la entrega de bonos para los sectores menos favorecidos,
nuevamente el Banco de la Nación montó y multiplicó el indigno espectáculo de
largas colas que se extendían por muchas cuadras de la ciudad. Es decir, pocas
agencias bancarias para una demanda creciente. Carencia que se hace extensiva a
los bancos privados que, por lo general, solo tienen una agencia central en
cada ciudad. Otro rasgo de las desigualdades es el desempeño de autoridades y
profesionales. Las autoridades que asumieron jefaturas en el sector salud y
hospitales no tuvieron el aplomo para enfrentar la pandemia y en algunos casos
renunciaron a sus cargos. También se puso en evidencia las serias dificultades
que tienen algunos profesionales de la salud para tratar a los pacientes.
Parece que todavía tenemos profesionales que tratan de modo despectivo a los
ciudadanos de menores recursos o de diferente origen cultural. En cuanto a la
atención médica, no faltan instituciones y familias que acuden al servicio de
consulta telefónica con profesionales que no radican en Puno, bajo la opinión
que los profesionales locales no tienen la calidad que tiene el profesional
foráneo.
El impacto que produce una muerte en una ciudad pequeña es
diferente. Los lazos familiares, laborales, de amistad o de simple convivencia
son más fuertes. Al atestiguar las muertes de tantos ciudadanos conocidos queda
una intensa sensación de fragilidad que se suma a la precariedad propia de los
servicios de salud en el interior. Tener que acudir a la medicina natural,
consumir mates calientes, viajar a Arequipa o Cusco por un balón de oxígeno,
recibir con sospecha a los parientes caminantes que llegan de otras ciudades o
decidir trasladarse al campo para escapar del virus son vivencias que la
pandemia nos impone a los puneños.
(Foto: Arnold Jove & Wara Guerrero)
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