Los tránsfugas

A propósito de la presentación de candidaturas y listas de consejeros para el gobierno regional y la consecuente decisión de los jurados electorales especiales del país de observar la doble militancia, otra vez apareció en el tapete el tema de los tránsfugas.

La palabra “tránsfuga”, según el diccionario de la Real Academia, tiene tres acepciones diferentes pero complementarias. Primera acepción, se refiere a la persona que pasa de una ideología o colectividad a otra. Segunda, el militar que cambia de bando en tiempo de guerra, es decir, un traidor. Tercera, la más contundente, la persona con cargo público que renuncia al partido que lo llevó al poder, pero que sigue atornillado al cargo, debiendo renunciar.

Tenemos tantísimos casos que se puede deducir que el transfuguismo, doble militancia o traición ideo-política no sólo es un mal nacional y local: es una característica de la política peruana, otro rasgo de la situación podrida de la vida ciudadana y de la descomposición de la ética política.

“Cambiarse de bando” suena como una expresión simple sin mayores aderezos. Pero, vayamos más allá. El tránsfuga no sólo lleva su cuerpo al otro bando, lleva tácticas, estrategias, planes. ¿Y si todos son tránsfugas que provienen de diferentes colectividades? Estamos ante un mosaico nauseabundo de apetitos económicos, intereses egoístas, un concierto de aprovechados y oportunistas de la política y del enriquecimiento propio y del entorno, a costa de la función pública.

El tránsfuga puede afirmar a su favor que la política y los políticos se encuentran en un estado de crisis, de reordenamiento o consolidación de las doctrinas políticas, incluso puede afirmar que los principios de la organización de origen han sido pervertidos. Sí, puede ser el caso; entonces tendría que emitir un pronunciamiento público sobre los aspectos doctrinarios o programáticos que lo llevaron a tan inusitada decisión, es su deber como político y ciudadano que goza de la aceptación o liderazgo de un segmento de la sociedad.

Nuestros faunos de la política están imposibilitados de llegar a tan magnánima altura. Sencillamente porque la supuesta honestidad los llevaría a esgrimir argumentos descabellados, todos vinculados al cálculo político, la ventaja personal, el apetito desmedido: pura coyuntura inmediatista y ególatra.

Los tránsfugas no desaparecerán, siempre existirán, son la parte gris y fea del paisaje. Como el perro fiel que muerde la mano de su amo, como los cuervos criados que sacan los ojos, como la pareja infiel que abandona el hogar. Así son. Por eso se impone dibujar y redibujar a cada temporada el mapa nacional del transfuguismo y sus respectivas versiones provinciales o distritales. Es el deber de la prensa recordar a nuestra desmemoriada población, los zigzagueantes pasos de estos especimenes.

Pero el veneno más desgraciado contra el cuerpo social es todavía más mortífero: la multiplicación de tránsfugas corruptos con aceptación popular. Engendros diabólicos, suma de todos los males. Eminencias grises por antonomasia. La mayor hecatombe que puede sufrir un grupo humano. Quizá un castigo o más bien una alerta de que las cosas ya llegaron a su extremo y el cambio de orientación es inminente. Al llegar a ese punto, las fuerzas morales de la nación se levantan (la historia de la humanidad siempre ha sido así) y surgen los verdaderos líderes, esas luces conductoras que nunca mueren. Tal vez eso necesitamos.

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